LAS PASIONES Y EL PANTEÍSMO |
Recordemos la tesis de Harry Wolfson de 1947: toda la filosofía occidental se inició con Filón de Alejandría -es básicamente filónica- y está basada en el concepto de revelación. Para Wolfson, la filosofía religiosa fundada por Filón dominó el pensamiento europeo, hasta que fue destronada por otro judío, dieciséis siglos después.
Dicho judío, Baruj Spinoza, fue ergo descrito como el último de los medievales y el primero de los modernos.
Con él se da el gran salto hacia la filosofía moderna. La filosofía antigua respondía a la pregunta de qué es esto, y la medieval se concentró en los problemas concernientes a la existencia y naturaleza de Dios. Como la verdad era conocida por medio de la revelación, la tarea del filósofo medieval no era procurar la verdad, sino analizarla.
Con la filosofía moderna se retorna a la búsqueda como método, pero la pregunta rectora deja de ser qué es esto. La modernidad no la responde, la reemplaza. El nuevo interrogante no se refiere a “cómo es” la realidad, sino a cómo la percibimos.
La nueva corriente asume la imposibilidad humana de conocer la realidad tal cual es, abandona el realismo ingenuo, y sienta sus esfuerzos en indagar la índole de nuestra percepción y conocimiento. La forma en que conocemos, es pues reveladora del objeto de nuestro conocimiento.
La filosofía moderna nace en el siglo XVII, siglo de tensiones entre discordancias irreconciliables. El arte armonioso del Renacimiento ha quedado atrás; lo típico del arte barroco fue la irregularidad. Es un arte frecuentemente afectado, y a veces vano. Carpe diem, aprovechar la vida, parecía ser el lema del siglo: vamos a morirnos y debemos asir lo efímero de las cosas bellas. Luego, con el barroco también prorrumpe el teatro moderno.
Y junto con aquellas expresiones de arte, ésta era la época oportuna para que se diseñara un sistema que explique el universo. Después del excitante redescubrimiento del hombre y la naturaleza durante el Renacimiento, hubo necesidad de sintetizar el pensamiento contemporáneo en un sistema coherente.
Un gigante que se dedicó a la tarea fue Spinoza, para lo que abrevó de dos grandes del pensamiento que escribieron mientras él era muy joven: Descartes y Hobbes. Con ellos nace la filosofía moderna, nace el idealismo.
Descartes pasó los últimos veinte años de su vida filosofando en Holanda, país natal de Spinoza, adonde su familia había huido de la intolerancia española de marras.
Descartes marca una ruptura en el método de la filosofía, y propone un método nuevo, que parta desde la duda más radical. De todas nuestras proposiciones podemos dudar; deberíamos, pues, ensayar alguna sobre la que podamos obtener alguna dosis de certidumbre.
Es la misma época en que Calderón de la Barca escribía los hermosos versos que ponían en duda la existencia de la realidad: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”.
¿Cómo puedo probar que no estoy soñando? se pregunta Descartes, y llega a la única proposición de la que no puede dudar: lo que existe es mi duda, y por ello existe el pensamiento en el que se expresa mi duda. De allí el celebérrimo Cogito, ergo sum: Pienso, por lo tanto, existo.
La existencia del pensamiento era necesariamente cierta. A partir de este punto Descartes se propone recuperar las restantes partes de la realidad. Después de demostrar que, por el hecho de pensar, él existía, logró extraer una conclusión adicional.
Su mente le ofrecía una idea clara y distinta de un ente perfecto. Esta idea no se podía haber originado en su persona porque él, Descartes, era imperfecto. Por lo tanto, se debía haber originado justamente en el ente perfecto, Dios. Aquí se retoma el medieval argumento ontológico, que hemos mencionado entre los que se adujeron para demostrar la existencia de Dios.
Descartes ha avanzado, ya ha logrado dos aseveraciones válidas: él existe, y Dios existe. Pero adicionalmente es necesario demostrar que, junto con el sujeto pensante y Dios, existe también la realidad exterior, lo que Descartes llama “la extensión”. Es la tercera demostración cartesiana.
La realidad podría ser una mera fantasía, ya que tiene propiedades “cualitativas” como color, olor, gusto, etc. Como las propiedades cualitativas son percibidas por nuestros sentidos, no describen la realidad exterior, sino algo interno nuestro.
Sin embargo, hay algo que rescata a la extensión y le da vida propia, independiente de la percepción del sujeto pensante. Se trata de las características “cuantitativas” que, por ser independientes de nuestros sentidos, recuperan la realidad. Éstas pueden ser percibidas con la razón: son las propiedades matemáticas, como alto, ancho, etc.
La verdad ha sido descubierta, entonces, no por la experiencia, sino por la razón. Se ha alcanzado así una formulación moderna del racionalismo. Descartes arriba finalmente a su ansiada conclusión. Hay dos aspectos: un alma pensante y un cuerpo, extenso pero no pensante. Su doctrina es dualista: hay pensamiento y hay extensión.
Los animales viven solamente en el reino de la extensión, son como autómatas. Los humanos viven en los dos reinos. Ya había sostenido Gómez Pereira a mediados del siglo XVI que los animales no tienen sensibilidad de ningún tipo y actúan como meras máquinas. Descartes compara el cuerpo o extensión precisamente con una máquina; este paralelo derivará un siglo después en la filosofía materialista de Julien La Mettrie, autor de El hombre máquina (1748), que pudo ser publicado también en la liberal Holanda.
Aprovechemos la mención de esta filosofía para citar al otro materialista, que fue la segunda fuente de Spinoza: esta vez un inglés. Thomas Hobbes fue pionero en ofrecer una justificación no religiosa para el Estado político.
El primer paso en el método de Hobbes, consistió en aceptar las leyes de la naturaleza, incluida la primera de ellas: el deber de buscar la paz. En buena medida, reaccionaba contra la anarquía que según él provocaban las ideas de la Reforma protestante y su descentralización de la Iglesia.
Necesitamos conseguir un entorno de paz, ya que si dejamos al hombre a merced de su camino natural, Homo homine lupus, el hombre es un lobo para el hombre.
Para Hobbes, la ley y la moral no son sino la violencia organizada. Sus opiniones fueron tan audaces, que cuando en 1664 una epidemia arrasó a la quinta parte de los londinenses, la comisión convocada por el parlamento, estableció que Dios estaba enojado por las obras de Hobbes. Exiliado por sus ideas heterodoxas, vivió más de una década en París, donde conoció a Descartes y el cartesianismo.
Si Homo homine lupus -si el hombre devorará a sus congéneres- la segunda ley será pues la necesidad de transferir los derechos de cada individuo a otro ente, el Estado, a fin de evitar el temor de la muerte violenta. Así lo expone Hobbes en su obra máxima, el Leviatán (1651). El nombre que le da título está tomado de los profetas y los Salmos, y se refiere a un monstruo marino; en hebreo moderno significa ballena. Hobbes también utilizó otro término bíblico que designa a un animal monstruoso, behemot, para titular su libro sobre las guerras civiles inglesas. Para Hobbes, la sumisión a la absoluta supremacía del Estado, permite al hombre preservarse y vivir por la razón.
La influencia de Hobbes en Spinoza es visible, sobre todo en el terreno de la psicología. Las acciones de los seres humanos derivan de los fenómenos materiales, lo que Hobbes llamó apetitos y aversiones, y para Spinoza fueron pasiones.
Spinoza era muy joven cuando conoció las obras de Descartes y de Hobbes, una de metafísica y otra de ciencias políticas, y a ambas terminó eventualmente por refinar.
Spinoza descendía de judíos emigrados de Portugal a Amsterdam. Su lengua materna habría sido el español, aunque sabía hebreo desde su infancia, y escribió en latín.
Se sabe que era modesto, calmo, agradable en el trato. Difícil aceptar que hubiera sido concebido como un hombre de perversión. Pierre Poiret llegó a considerarlo “encarnación de Satán”, un juicio tan extremado como el que se le deparó a sus ideas. Pierre Braile las denominó “hipótesis monstruosas”. Aun cuando Spinoza hablaba permanentemente de Dios, con frecuencia se lo tildaba de ateo.
Como se sabe, fue acusado de hereje y se lo excomulgó de la sinagoga. Ello lo llevó a hacer la apología de la libertad de conciencia, a ganarse magramente la vida puliendo lentes, y a recluirse para filosofar. Ello le valió que fuera visto, no sólo como primer pensador moderno, sino también como el padre de la filosofía política liberal. Su judeidad es un linaje muy apropiado para ello.
Es notorio que en el antiguo Israel nunca hubo ensalzamiento de los reyes, una práctica tan universalmente difundida. El verdadero rey era, para Israel, Dios. Sin embargo, la sociedad judía no era teocrática, debido a que el reino de Dios no había sido establecido como una iglesia que lo encarnara. Moisés jamás se consideró a sí mismo dotado de divinidad ni tampoco designó debajo de él a ningún líder que presumiera de ser divino.
La constitución original de Moisés era la de un estado en democracia: incompleta, sí, pero real. No es casual que haya inspirado a los colonos que crearon los Estados Unidos de América. Recordemos que cuando en 1640 la Suprema Corte de Massachussets le solicitó a uno de aquellos líderes puritanos que redactara una constitución, John Cotton respondió que la ley americana debía ser la de Moisés, y estableció la enseñanza obligatoria del hebreo en la red educacional. Otro estado que anduvo en la misma dirección fue Connecticut, que un par de años después incluyó la ley mosaica en su constitución.
Por esa época, la sinagoga de Amsterdam emitió la famosa y oscura excomunión contra Baruj Spinoza. Oscura, no como valoración moral, sino porque ciertamente entraña un misterio que perdura hasta hoy.
No se sabe bien el porqué del jerem contra Spinoza, ya que su obra escrita fue muy posterior. Lo excomulgaron en 1656, aun cuando el Tratado de Spinoza es de 1670, y su Ética es póstuma. Hasta el momento de la excomunión, Spinoza no había escrito nada, y se ocupaba sólo de limpiar lentes. Ignoramos qué conductas despertaron las sospechas del insigne tribunal rabínico que lo alejó de la comunidad.
Una hipótesis es que Spinoza debe de haber estudiado en el círculo herético de Isaac de La Perèyre, ya que éste anduvo por Amsterdam unos meses antes del jerem. La Peyrère había pergeñado la llamada teoría Preadamita, según la cual Adam no había sido el primer hombre, y el gran diluvio universal habría sido apenas un evento local. Hoy en día, la teoría Preadamita no escandalizaría ni a sectores religiosos, pero en esa época fue una novedad explicitarla tan intrépidamente.
Para referirnos ahora a los tres libros principales de Spinoza, comencemos por el Tratado Teológico-Político (1670) que es un conspicuo precedente de la escuela de Crítica Bíblica.
En este libro, Spinoza hace dos afirmaciones lapidarias: la primera, que no fue Moisés el autor del Pentateuco, sino otro personaje muy posterior; la segunda, que el antiguo ritual del judaísmo tenía como único objetivo preservar el Estado de los judíos.
Debido a su interés en el antiguo Estado judío, Spinoza ha sido visto como profeta del sionismo moderno por ideólogos como Moisés Hess y David Ben-Gurión. El historiador Abraham Kariv considera a Spinoza padre del sionismo.
En efecto, hay un párrafo revelador al final de su tercer capítulo, titulado De la vocación de los hebreos y de si el don de profecía fue propio de ellos:
“Diré más: si el espíritu de la religión no los debilitase, creo que podrían muy bien, cuando se presentara ocasión favorable (tan mudables son las cosas humanas) reconstituir su Estado y ser entonces objeto de una segunda elección divina”.
El segundo gran libro de Spinoza es el Tratado Político, más dedicado a la filosofía política. En él coincide con Hobbes en que para atemperar los vicios humanos son necesarios la sociedad y el Estado, y en que la naturaleza pura no albergaría nada lícito ni ilícito. También coincide con Hobbes en que toda rebelión es eminentemente mala, y en que la Iglesia debe someterse al Estado.
Pero la disidencia con el inglés no es menos importante que la afinidad: para Spinoza, la democracia es la forma más natural de gobierno, y el Estado debe garantizar la libertad de opinión.
En su vida personal, Spinoza se aseguró de no coartar su propia independencia intelectual, por medio de rechazar tanto un ofrecimiento de enseñar en la universidad de Heidelberg, como una propuesta del rey de Francia de recibir un estipendio real. Prefirió vivir puliendo lentes, lo que aseguró libertad de pensamiento. Borges ha poetizado las circunstancias de Spinoza en sus célebres versos:
Las traslúcidas manos del judío / labran en la penumbra los cristales…
Las manos y el espacio del jacinto/ que palidece en el confín del gueto
Casi no existen para el hombre quieto/ que está soñando un claro laberinto.
No lo turba la fama, ese reflejo / de sueños en el sueño de otro espejo
ni el temeroso amor de las doncellas.
….
Libre de la metáfora y del mito/ labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquél que es todas Sus estrellas.
La tercera gran obra de Spinoza es la Ética, publicada después de su muerte. Está dividida en tres partes, respectivamente dedicadas a la metafísica, la psicología y la ética.
En la metafísica, la influencia es claramente cartesiana. Spinoza continúa con la física materialista y es determinista. No existe el libre albedrío, y el hombre puede razonar para entender que es parte de un todo en el que no hay lugar para opciones de ningún tipo. Los acontecimientos del pasado son tan inmodificables como los del futuro. Sólo Dios tiene libertad, porque sólo Él no es por necesidad.
Recordemos que Descartes había establecido dos dimensiones: el pensamiento y la extensión. Para Spinoza, así como no hay azar en el mundo físico, tampoco hay libre albedrío en la esfera mental. Descartes ha sido de algún modo sintetizado: pensamiento y extensión son uno solo. No hay sino el Uno. Las dos dimensiones son modos de Dios: el tiempo y el espacio.
Spinoza aun trasciende esta audaz afirmación, con otra muy original: el par de modos de Dios, son sólo dos de los infinitos que existen, y que no podemos conocer. Dios existe de infinitas maneras, pero la razón puede aprehender sólo dos, las del tiempo y del espacio.
La parte dedicada a la psicología, trata de las pasiones, que como vimos adaptó probablemente de las enseñanzas de Hobbes. Spinoza se diferencia de los antiguos estoicos en que éstos ponían reparos a todas las emociones, mientras que el holandés cuestiona sólo las pasiones, es decir las emociones que nos distraen, que oscurecen nuestra visión intelectual del todo.
El origen de las pasiones es el deseo de autoconservación, el impulso de conservar nuestra apariencia de estar separados del Todo, aun cuando deberíamos darnos cuenta de que lo real y positivo en nosotros es precisamente lo que nos une al todo.
La tercera parte de la Ética resulta de las dos primeras. Con el término ética, Spinoza se refiere tanto a la conducta moral como al arte de vivir. Nuestras trasgresiones, nuestros errores, nuestras bajezas, dejan de ser tales cuando los vemos como parte inevitable del Todo.
Por ello, Spinoza condena el arrepentimiento y el remordimiento, del mismo modo en que ha condenado la esperanza y el temor, que expresan vanamente que el futuro pueda ser alterado.
El hombre prudente sabe que, si reconocemos que todo ocurre por necesidad, somos felices. El mensaje eminente es que todo debe ser visto sub specie aeternitatis, desde la perspectiva de la eternidad.
En la medida en que un hombre se resiste a ser parte del Todo mayor, está en servidumbre. Por el contrario, si por medio del entendimiento ha captado la única realidad del Todo, es libre.
Una pasión deja de ser tal, cuando nos formamos una idea clara y distinta de ella. El recomendable resultado de ese entendimiento es la beatitud, o el amor intelectual de Dios. Aquí se reconocen ecos maimonídeos.
La beatitud es la única sabiduría, la unión del pensamiento con la emoción. Así, Spinoza sentencia que debemos amar a Dios sin esperanza alguna de ser amados por Él.
Goethe sugirió que este juicio de Spinoza muestra su abnegació: amar sin ser amados. Pero en realidad no hay tal abnegación, sino sometimiento a la razón. No debemos esperar ser amados por Dios, porque Dios no ama. Se trata de un postulado metafísico. El hombre que desee que Dios lo ame, desearía pues que Dios no fuera Dios.
La Ética sorprende tanto por la penetración de sus contenidos, como por su forma. Está redactada como un tratado de geometría, al estilo de Euclides, con definiciones, axiomas y teoremas. El método expositivo de Spinoza es geométrico, porque para él la verdadera fuente del conocimiento son las matemáticas, nunca la experiencia. El título completo es curioso: La Ética geométricamente demostrada. Las matemáticas en Spinoza se confunden con la lógica; el universo era para él esencialmente lógico y, por lo tanto, pasible de ser explicado lógicamente.
Sabemos que esta visión del Todo del que somos parte, le valió a Spinoza el epíteto de panteísta, quien cree que Dios es Todo. En rigor, la palabra panteísmo nació después de su muerte: la acuñó John Toland en Inglaterra. Para uno de los más grandes filósofos judíos de todos los tiempos, Hermann Cohen, el panteísmo contradice terminantemente al judaísmo, y en ningún caso puede considerarse religioso.
Esta salvedad nos permite abordar una cuestión muy discutida, la de si Spinoza fue o no un filósofo judío. Obviamente, nuestra respuesta dependerá de la definición que demos a la “filosofía judía”.
Quienes sostienen que no lo fue, argüirán que en Spinoza no se ve ningún interés o intento de hacer progresar al pensamiento judío. Si lo fue, no es porque quisiera ser un pensador judío: lo habría sido en contra de su voluntad. El caso se agrava si consideramos la soltura con la que descalifica al judaísmo en el Tratado Teológico-Político.
Puede argumentarse, por el contrario, que sí fue un filósofo judío, en el sentido de que sus ideas emergen de la matriz de la reflexión y experiencia judías. Aun el panteísmo podría hallar precedente en la tradición judía, tal como el uso rabínico del término “Makom" (Lugar) aplicado a Dios, o como la máxima Emet Malkenu efes zulató, “Nuestro Rey es la Verdad, fuera de Él no hay nada”.
Hay grandes pensadores judíos que por momentos parecen panteístas, como Shlomo Ibn Gabirol o Abraham Ibn Ezra en algunas de sus exégesis (por ejemplo en Génesis 1:26 y Éxodo 23:21). Hay panteísmo en el misticismo judío y en su libro más cabal, el Zohar. También el fundador del jasidismo de Jabad, el rabí Shneur Zalman de Ladi, expresa en su obra Tania que "en realidad no hay nada más que Él".
Vale citar a un rabino más, Zvi ben Yaakov Ashkenazi quien, después de estudiar con los sefarditas de Salónica, recibió el título honorífico de Jajam (sabio) y pasó a ser conocido como el Jajam Zvi. Guió las academias talmúdicas de Altona y de Amsterdam.
Poco tiempo después de la muerte de Spinoza, le enviaron al Jajam Zvi una llamativa pregunta desde Londres: si acaso él había afirmado que Dios es Hateva, la naturaleza. La duda puede abonarse con el dato de que las palabras Elohim (Dios) y Hateva (la naturaleza) tienen el mismo valor numérico de 85[1].
Lo notable es que la respuesta del Jajam Zvi no rechaza esa idea, sino que la explica. Lo que él había querido decir es que Dios es la fuerza y la voluntad que produce todas las manifestaciones de la naturaleza.
Finalmente, el siglo XVIII produjo un caso singular de panteísmo judío, que fue Najman Krojmal, conocido por su acrónimo Ranak. Éste adaptó la filosofía de Hegel, y más aún la de Schelling, a la experiencia judía. Planteó que existe un solo ente: el Espíritu Absoluto, es decir Dios.
Con todo, ulteriormente, los judíos que más se inclinaron ante la cosmovisión de Spinoza, no lo hicieron desde el panteísmo sino desde el laicismo. En buena medida, fue descubierto como un precursor de la secularización de la vida judía. En efecto, prefiguró, solo y alienado, lo que las generaciones posteriores llamarían “secularismo judío”, y muchos judíos laicos hallaron en él inspiración.
En 1925, el historiador Josef Klausner, quien fuera candidato a la primera presidencia de Israel, de pie en el Monte Scopus en donde nacía la Universidad Hebrea, proclamó: “Baruj Spinoza, eres nuestro hermano”.
Otro de sus grandes admiradores fue el primer Primer Ministro del Estado judío, David Ben Gurión, quien en la década del cincuenta temprana, se propuso hacer revertir la excomunión contra Spinoza. El empeño no había sido muy sopesado, ya que no había ni hay factor en la vida judía que tenga la autoridad para proceder en esa dirección.
Quizás quien más se acercó a cumplir con el anhelo de Ben Gurión fue el Gran Rabino de Israel, Isaac Halevi Herzog. Éste, en 1953, recibió una consulta del director del instituto Spinozaeum de Haifa, Herz Shikmoni, quien le preguntaba si, desde el punto de vista de la ley religiosa judía, Spinoza permanecía excomulgado.
Herzog respondió cautelosamente que la prohibición de leer obras de Spinoza ya no tenía validez alguna, aunque no quedaba claro si el tribunal que lo había separado de la sinagoga tuvo la intención de que la excomunión perdurara durante generaciones subsiguientes.
El hecho es que Spinoza forma parte del mundo académico y cultural, y resulta imposible, en ese contexto, compilar un manual o un curso de pensamiento judío, sin incluir al notable holandés. Una personalidad afable y sosegada, que sacudió a sus contemporáneos y encandiló con teoremas éticos a los siglos que lo sucedieron.
Desde lo filosófico, Spinoza se equivocó. Los hechos no son descubiertos, como él planteaba, por el mero razonamiento. Son revelados por la observación y la experiencia. Cuando podemos inducir con éxito el futuro, no lo hacemos basándonos en principios lógicamente necesarios, sino en datos empíricos que nos provee la realidad. Pero trancurría el siglo XVII y apenas asomaba la era moderna del pensamiento durante la vida de Spinoza quien, en cierto modo, la inauguró.
[1] Las letras hebreas permiten el procedimiento de la guematria, tan caro a los cabalistas, que consiste en calcular su valor numérico para develar significados ocultos.